AUTOCENSURA
¿Cómo combatirla?
Llevas toda la vida deseando escribir, y además que sirva para algo más que para hacerte pajas intelectuales. Cuando por fin tienes todos los medios e incluso algún resquicio por el que alguien se pueda asomar y leer tres líneas hasta que se aburra y pase a otra cosa, sucede ese hecho inexplicable, ese pudor extemporáneo, ese freno que impide que escribas todo lo que se te pasa por la cabeza. Todo.
¿En qué consiste ese freno, esa autocensura? Sobre todo es un repentino acrecentamiento de tu celo por tu intimidad, no hablamos de miedo a contar los polvos que uno echa, sino más bien de exponerse al juicio del personal en todos los sentidos. Incluso hay miedo a meterse en líos por que algo que a lo mejor te parece inofensivo pueda resultarte perjudicial más adelante.
La autocensura es la peor de las censuras, porque al ser uno mismo el que se coarta en su libertad no se hace la guerra, por tanto, a si mismo. En la mente de uno no hay un pequeño estrado con una mesa tras la cual los miembros de la autocensura tienen una cara, una identidad, no son otro al que enfrentarse, no son señores con gafas de edad avanzada y gesto ceñudo a los que burlar con argucias como las de los cieneastas españoles de los años 50 del pasado siglo. Eres tú.
Aunque viéndolo de otro modo, sí se puede pensar que la autocensura en realidad es algo ajeno, ¿porque no es más verdad que nuestros temores enraízan en excrementos intelectuales que otros han ido depositando en tu cabeza? Pongamos por ejemplo que uno escribe sobre un hecho biográfico, ¿cómo superar el temor a ser juzgado más allá del texto si alguien conocido leyera eso? En la sociedad hablar con toda franqueza y sin pudor es algo poco acostumbrado. Mucha gente se tiene por franca porque siempre está cantándole las verdades del barquero a todo aquel que tenga la pasividad de quedarse a escucharlas, pero a buen seguro esas personas no desnudarían su alma a nadie, y menos aún confesarían sus debilidades en una conversación amigable. Más bien me refiero a aceptar que casi todo lo a uno le pasa y piensa es contable o relatable –para no confundirnos. Poco a poco a lo largo de tu vida aprendes que hay cosas que hay que silenciar, porque es dar munición al enemigo. La vida te enseña que esto es una jungla salvaje y que las buenas relaciones sociales son pasajeras, o tienen momentos buenos, y momentos decepcionantes en los que todo dato dado es susceptible de ser usado en tu contra manufacturado convenientemente en la mente vengativa de alguien. Y este aprendizaje tan obsceno de la vida es un miembro mental de tu personal Tribunal de la Autocensura.
Así es imposible escribir de un modo directo, sincero, e incluso sencillo. Porque si quieres decir algo considerado vulgar u obsceno que representa tres palabras acabas dando rodeos y perdiéndote en un mar de vocablos cuando en realidad quieres mandar a la mierda a todos aquéllos que han dado cuerpo a tu Personal Tribunal de la Autocensura.
¿Por qué un hombre que quisiera contar y desahogarse de paso en un texto que ya no ama a su mujer, pero que no la quiere dejar porque teme la soledad no puede hacerlo? ¿Qué tendría que hacer esta persona? ¿Escribir una novela? Esto me hace preguntarme cuantas historias que iban para memorias o biografía acabaron en novela.
Esto me hace recordar una historia alucinante que leí hace poco. Florence Henderson, la actriz que hacía de madre de los numerosos Brady confiesa en sus memorias que tuvo un affaire con el alcalde de Nueva York y que éste le contagió unas ladillas. ¿No habría deseado tan pronto como empezó a sentir los picores anunciar al mundo entero que el Alcalde de Nueva York padecía de ladillas? Seguro que lo deseó, pero la autocensura entre otros muchos inconvenientes sellaron su boca hasta que pasaron cuarenta años.
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