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miércoles, 30 de junio de 2010

Calivo 004

Los dos hombres solos, Johnny y Winston traspasaron la puerta de “El Churro Enmascarado”, el bar donde se prometía un ágape para celebrar el único triunfo del pueblo que había conseguido el club de fútbol de las chicas.


Hacía poco el establecimiento había sido remodelado, pareciendo más viejo que nuevo a pesar de la reforma. La moda de las casas rurales imponía una cierta vuelta atrás aunque muy conveniente, pues el mobiliario anterior era tan moderno como casposo, propio de los años 70 llevando sin cambiarse desde entonces. Los zócalos imitación madera habían desaparecido, así como las silla de aglomerado con lámina de imitación madera y patas de tubo de aluminio. La barra vio también su fin. A pesar de que el bar en el que Torrente hubiera sido feliz había sido tocado por la varita mágica de lo neorrural, algunas cosas del pasado reciente persistían como las colecciones de llaveros colgados de su clavito en la viga más visible, los retratos de celebraciones y triunfos futbolísticos del desaparecido equipo masculino, así como posters del As con su pátina amarilla de humo de tabaco y aceite de fritanga.

El baño estilo turco encontró lugar en los escombros y gracias a ello muchos parroquianos de “El Churro” pudieron usarlo sin temor a caer despanzurrados en el suelo.

Algunos rumoreaban que Venancio, el dueño de “El Churro” conservaba secretamente entre sus recuerdos el recuadro de plástico amarillento donde aparecían los muñequitos que señalaban el baño de señoras, y el de caballeros. Éstos habían sido sustituidos por otros que aún no habían acumulado sobre sí el desprestigio de indicar ese habitáculo que suele anunciar el inconfundible lugar por su olor a lejía y orín cervecero. Cuando esto se comentaba otros decían:

-Pero lo habrá desinfectado.

Otros apuntaban:

-Lo tendrá junto a la primera Mahou sin enjuagar que sirvió.

Allí debía estar en la trasera del bar que hacía las veces de trastero donde aún podían encontrarse las cajas de plástico de Mirinda, junto a la máquina del millón averiada y que nunca encontró interés en arreglar, así como el futbolín a cuyas barras se habían enganchado varias generaciones de lugareños.

-Qué, Mister, ¿para cuándo la copa de Europa? –se rió con increíble sonoridad para su diminuto tamaño el tipo. Johnny le miró sin saber qué contestar y Winston decidió hacer suya la pregunta al contestar.

-Para cuando a ti te crezca la polla.

-¿Es que él no tiene boca para hablar? –dijo el tipo pequeño a modo de defensa. Winston se limitó a mirarlo con desprecio.

-A relajarse –dijo Venancio el tabernero –sin rencores.

-Un Bloody Mary –pidió Johnny con sorprendente malicia.

-Anda, que te he dicho que esas rarezas no las servimos –se rió Venancio al ver el nuevo ánimo de Johnny.

-¿Dónde está el otro? –Winston miró a Venancio con extrañeza sin saber a qué se refería –Sí hombre, Fernandino y vosotros dos vais siempre juntos como los mosquiteros esos.

-Pues sabes tú mucho de eso, Venancio, ¿esa es la nueva tapa que vas a poner con la caña?

-Sí, dijo Johnny en lugar de palillos que ponga espaditas como las de los mos-qui-te-ros –se rió con gusto disfrutando de la broma mientras Venancio le miraba con mala cara.

-Que no se dice así ¿no? Siempre te ríes de mí cuando digo algo mal. No debieras. Soy quien te da de beber y te aguanta cuando te da la llorera por ya sabes qué. Y, tú, Carpanta, si quieres doble tapa no te cachondees. Que luego no te atreves con el que no te atreves.

-Anda ya… -respondió el aludido que le había entendido todo aunque no dijera casi nada. Carpanta, no se llamaba así, se lo pusieron por lo mucho que tragaba y a pesar de ello perdía las apuestas con don Jaime a propósito para contar con el favor del cacique. Pese a que su buche daba mil veces más de sí cuando notaba que don Jaime no podía más dejaba de comer los huevos fritos que eran el objetivo de la apuesta. Otras veces eran yogures. La mujer de don Jaime le hacía responsable de la gota de su marido por aceptarle los retos. Algunas fotos de esos acontecimientos colgaban de las paredes de “El Churro”, que ya se quedaban antiguas pues la gota atormentaba al orondo cacique más que sus culpas.

El tiempo pasaba y no aparecía la gente que creían que iba a llenar el local hasta los topes.

-¿Esperamos a más o no? –se desesperaba Venan.

-Te dije que era mejor si venían las niñas. ¿Dónde se ha visto celebrar algo si no están las protagonistas?

-Eso el día de la copa, a ver si don Jaime se estira.

-A mí eso me da igual –dijo Johnny airadamente.

-No te hagas el digno, con el esfuerzo que ha costao, así la ponemos en el bar, y se las restregamos al mosca verde del pueblo de al lao y todos.

-Como queráis, pero a ver quien se lo dice, Venan, tú que lo sabes tratar… -en ese momento la puerta se abrió dejando ver a don Jaime que adelantaba la garrota. Carpanta lanzó su enorme mole sudorosa con una celeridad sobrenatural para llegar hasta el cacique y ayudarlo, éste no se dejó y con apretar de dientes sobrellevó el dolor de los dedos al bajar los escalones a través de los que se descendía a los dominios de Venan. Carpanta, previsor él, no se apartó por si se caía. Casi setenta años de institución caciquil en Pedroso del Ponte ponían su pie en el remodelado bar y ahora casa rural gracias a las subvenciones de la Junta y a que al bar se agregaron dos habitaciones que antes eran troje con sus correspondientes baños. El Venan pretendía que le incluyeran en la famosa guía de carreteras, tanto premio creía él que merecían sus tapas y sus esfuerzos remodelatorios más higiénicos y decorativo. Las pocas señoras que tiraban de bravura para entrar a la tasca gozaban haciéndolo sufrir destacando las similitudes de la decoración rústica con las de la casa de huerta donde ellas pasaron su niñez.

-Venan, recuérdame que te traiga ristras de ajos y de pimientos, así me sentiré como en casa y más joven –ponerse en la órbita del progreso para servir de recordatorio a las reliquias femeninas del lugar hacía que el barman-posadero bufara de rabia lo cual hacía reír a sus torturadoras.

-No te enfades, Venan, le decía la Matilde –que tengo yo un arcón de mi abuela que lo podías poner aquí, que dice el Fernandino que es mucha moda. –La que faltaba por aguantar, la Chicharra del Pueblo, cuñada por demás. Más que matrimonio, cuando conoció a su cuñada le pareció “maltrimonio” como le gustaba contar lamentándose ante la clientela cada vez que la Matilde salía a relucir en algún chascarrillo normalmente promovido por ella.

El Venan sirvió un vino blanco (del bueno) a don Jaime que se había sentado en la mesa central de las cinco que había.

-Un brindis, enhorabuena al vencedor y a la compañía –alzó la copa y bebió de un trago. Tosió y levantó la mano abierta en ademán de callar a los que fueran a hablar.

-A ver el que sea que se informe de las copas y me venga por el dinero. Usted mismo ¿no es el entrenador? –señaló a Johnny que un poco aturdido y reticente se acercó vacilante y preguntó:

-¿Copas? ¿Ha dicho copas? Sólo creíamos que una.

-Sí, copas, una por niña de las chiquitinas y otra grande que se ponga aquí, y una especial para la capitana del equipo. ¿Quién es? –Disimuló como si no supiera –a la de la capitana encargad que lleve su nombre.

Venan escondió una sonrisa bajo su mano que rascaba un fingido picor, Johnny identificó el gesto y lo relacionó todo.

-Ya le informaré, muchas gracias don Jaime, ¿qué tal su gota? –preguntó Johnny.

-Doctor, muy bien ella, muy mal yo.

-Siga las instrucciones y no coma o beba lo que sabe que no debe –dijo Johnny cogiendo la copa de don Jaime en su mano y balanceándola por décimas ante la cara del cacique que por momentos ponía cara de niño enfadado y hasta un poco avergonzado.

-Doctor, no me atemorice, para lo que me queda en el convento…

-Yo hago mi trabajo, usted haga lo que quiera, luego no me podrá reclamar. ¿Cómo está su esposa? Hace tiempo que no viene a consulta.

-Igual, doctor, igual –lo dijo tan apesadumbrado que parecía más criado que amo.

De los que no habían abierto la boca se quedaron con ella abierta del asombro, nunca habían visto la desenvoltura de Johnny y el apocamiento del viejo. Lejos de despertar admiración se explicaron la osadía del médico en que al final todos dependían de él. Una cierta punzada de envidia sacudió el corazón de algunos, incluido el de Winston, que en ese momento revivió el deseo de antaño de pegar a Johnny como cuando eran pequeños: el repelente niño sabelotodo que todos los profesores usaban para atormentar con su buen ejemplo a los que no sacaban buenas notas. El santito buenacito, don perfecto. En ese instante de remembranza la comezón no le dejaba ver que sus pocos éxitos académicos eran compensados por su gran habilidad social gracias a la cual se había situado laboral y económicamente por resultados mejor que Johnny. Winston encendió de forma compulsiva un cigarrillo cuyas caladas no lograron calmarle, sólo la vuelta a su ser de Johnny que había terminado su perorata de matasanos y se había bajado del pedestal sagrado de la medicina hizo que Winston retomase la conversación dejada por aquél con don Jaime.

Tras el repaso hecho a los achaques de su mujer y a los suyos propios al ver a Winston se acordó de su pelirroja mujer que lo había fastidiado durante toda la mañana.

-¿Tú mujer es pelirroja? –Le espetó sin más –ten cuidado que dicen que las pelirrojas dan mala suerte.

-No lo era. Pelirroja –Winston se quedó pensativo. Le inquietaba que don Jaime hubiera reparado en su mujer. “¿Le habrá echado el ojo?” se preguntó intentando ahogar el sobresalto ocasionado por ese pensamiento.

-Ayudadme –ordenó don Jaime. Carpanta y el chofer le asistieron.

-Hasta pronto, Doctor y a la compañía. Venan, en mi cuenta –hizo un círculo imaginario en el aire para decir que los presentes quedaban invitados. Venan, asintió entendiendo.

-Gracias, don Jaime –corearon al unísono casi todos. Johnny se pensó si debía aceptar la invitación, pero decidió que era peor no hacerlo. Se preguntaba si merecía la pena crear un conflicto por una pequeñez así para poner a salvo su inquebrantable dignidad, o su dignidad seguía a salvo a pesar de aceptar una copa del cacique del pueblo. Miró a Winston y decidió que lo pensaría otro día. Winston le había dado muchas lecciones de indignidad cuando eran pequeños y ahora eran amigos.

Por la noche mientras cenaban en casa de Rachel intercambiaron sus vivencias de ese día. Cherry y Rachel habían acordado no hablar del seguimiento de don Jaime y para no poner alerta a la niña.

Con gran ceremonia Winston anunció una sorpresa para Arabia:

-Habrá copa, una para cada una, y otra especial para la capitana con su nombre y todo.

-¿Para mí? ¿Y la grande en “El Churro”? ¡Qué guay! Voy a llamar a mis amigas.

-¿Quién va a pagar ese derroche? –preguntó con malicia Cherry sabiendo de antemano la respuesta.

-¿Quién crees tÚ? –contestó Johnny desafiante sin poder apartar la vista de la blancura de los perfectos dientes de Cherry. Rachel se levantó y se fue a la cocina.

-Johnny, ve tú, yo no sé qué decirle, la culpa es mía, yo animé a Arabia a jugar.

Cuando Johnny entró Rachel estaba echándose agua del grifo del fregadero en la cara. Él sacó un pañuelo de tela con sus iniciales bordadas por su tía monja. Con geste decidido le cogió la barbilla y le limpió la cara. Ella cerró los ojos aspirando la delicada fragancia a romero que expedía la tela blanca.

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