Translate

miércoles, 2 de junio de 2010

Mi querido profesor: Mejor quédate en mis recuerdos

Últimamente hay un anuncio en todos los bloques de publicidad en el que un individuo hace los deberes con su hijo y al pronunciar “Echar echa a la Hache” recuerda al profesor que se lo enseñó –para qué lo jubilarían con lo eficaz que era- y lo llama para darle las gracias. Que imagino el susto que se pega el hombre y piensa quién será el zumbado que se acuerda de mí a estas alturas. Aparte de ser una necesaria lección de ortografía para todos y para mí la primera –buen ejercicio de modestia-, el spot es cursi a morir. La influencia debe ser atroz por lo muy repetido y es que a muchos se les puede ocurrir acordarse de aquel profesor al que singularmente no odiaba, y darle la paliza por teléfono. Que yo me imagino ahora a esos miles de profesores recibiendo llamadas de todos los alumnos sentimentaloides que habrá tenido en su vida agradeciéndoles aquella pequeña lección de ortografía (todos los verbos conjugados terminados en aba se escriben con B). En fin, la compañía telefónica debe estar encantada. Y supongo que el ego de ese tipo de profesor que tenía más éxito con el alumnado que sus colegas también. Que en su lugar yo me preguntaría la razón de tanta adoración.

Pero nadie recuerda a aquellos que sin ser tan carismáticos contribuyeron igual o mejor a nuestro desarrollo como personas. Nadie recordará tanto hasta el punto de buscar su teléfono como loco a aquella maestra que te regañaba cuando te sacabas el chicle de la boca y lo dejabas en la mesa para a continuación volverlo a masticar, recordándote los millones de bacterias que te metías junto con el chicle reciclado. Nadie dará la paliza a aquel profesor bigotudo que te dio los suficientes rudimentos de electricidad haciendo cualquier artesanía chapucera y que ahora te sirven para saber arreglar enchufes e incluso lámparas, además de cambiar casquillos lo cual le puede servir a una mujer para despertar la admiración de un vecino insidioso que exclama: “¡qué capacitada!”. Nadie buscará con la desesperación de un fan de Bisbal a este mismo profesor al recordarte, tirándote una tiza con perfecta puntería, que supieras guardar la compostura y te callaras. Nadie recordará a aquella profesora víctima de la ansiedad y el tabaquismo, que consumida por los gritos que tenía que dar a casi cuarenta fieras, acabó llorando de desesperación, y lo que aquel lamentable episodio te enseñó. Nadie recordará hasta el punto de reconocerlo por la calle a aquel profesor que te contaba sus viajes por Europa en un coche que despertaba el asombro de los lugareños de pueblos de Europa de Este, ya que al arrancarlo se elevaban los amortiguadores, despertando en ti la curiosidad por los viajes al extranjero y por otros pueblos. Nadie recordará a aquel pobre profesor que teniendo plaza en propiedad se vio relegado a ejercer como sustituto de otro un año entero porque fue pésimamente tratado por su alumnado al ser víctima de la comparación constante con su antecesor. Menos aún se recordará a la profesora de religión, debido a los pocos alumnos y que con gran moderación te ilustraba con capítulos del Evangelio y se conformaba con que hicieras dibujos. Nadie recordará a aquel profesor que preparaba apuntes cuidadísimos, elaborados con el ancestro del procesador de textos que era aquella regla con números, signos y letras de molde. Pero en esta vida hay gente medida con otra vara y cae singularmente graciosa a pesar de que hagan cosas absolutamente reprochables, y por supuesto mejor no recordarlas. Hay gestos y modos de ser que, enseñanzas formalmente académicas al margen, pueden influir y de hecho lo hacen, casi siempre para bien en la vida de una persona.

Y es estupendo que si te lo encuentras por la calle lo saludes con afecto, que es lo que algunos prefieren que se haga, pero de ahí a montar un club de fans… es algo enfermizo y más a ciertas edades, porque hay cosas que es preferible dejar en el recuerdo y no ir más allá. A ciertas edades si no se tiene bien superada la carencia de figura paterna es que hay algo que no anda bien. Pero si lo que se busca es resucitar el primer amor infantil que se suele dar entre profesores y alumnos, mal vamos. En este último caso te vas a encontrar con una persona por la que ha pasado el tiempo y en nada vas a encontrar a ese apuesto caballero que algunas pusieron encima de un bello corcel. El paso del tiempo no sólo hace estragos en lo físico, además están los azotes de las experiencias que en lo personal sirven, pero cara a los demás te arrebatan esa capa de inocencia que te hacía ser digno de confianza sin mucho esfuerzo. La mirada cambia, y aquellos ojos chispeantes de vida se pueden haber apagado y en lugar de aquel fulgor te encontrarás probablemente unos ojos apagados por la depresión o la mirada que deja el estar de vuelta de todo. Aquella voz que recordabas dulce y pausada ahora puede haberse tornado el eco de una caverna. Pero la vida es maravillosa y está la esperanza de que como hay gente que nace en el lado blando siga igual que lo dejaron. Enhorabuena pues, pero si tuviera necesidad de revivir a ese profesor, mejor en mis recuerdos.



¿Cuántos profesores puede tener una persona en la vida para sólo acordarse siempre y tan intensamente del mismo?

Está aquel que fumaba en pipa y que se tomaba la molestia de felicitarte personalmente (y no en clase para practicar la estrategia del palo y la zanahoria) por el buen trabajo que habías hecho y que te sacaba los colores al recordarte que Amadeo de Saboya había sido también rey y en sí mismo era una dinastía regia de España para que se te bajaran los humos de “quien todo lo sabe”.

Está aquel otro que se ofendía porque su asignatura se te daba más mal que las otras y te quería convencer de que la suya era más útil que el latín y la literatura.

O aquél que te miraba el escote mientras hacía la ronda para vigilar que no se copiara en el examen y con ello te recordó que ya no eras la niña que él conoció y que había que moderarse en el vestir para evitar que sus ojos cayeran donde no debían y poder seguir la fiesta en paz. O el que en venganza porque en su clase se comían kikos a puñados con el consiguiente ruido, en el examen se dedicó a pasearse caramelo en boca haciendo cerca de tu oreja ruidos sonorosísimos moviendo el caramelo para un lado y para otro mientras te miraba la hoja de examen pegada aún en el pupitre. O aquel que estando constipado y cayéndosete los mocos teniendo por único aliviadero un pañuelo de tela repleto de fluidos, al pedirle en medio del examen ir al servicio para lavar el repugnante trozo de tela, te retiró el examen por las sospechas de que pudiera buscar las respuestas al examen desde el retrete, y al volver se arrepintió y quería que siguieras, pero tú muy dignamente rechazaste tal generosidad.

O aquella que de modo milagroso hizo que aprobaras las matemáticas pendientes de un curso y empezaras a adorar las de los siguientes, sin duda tenía un don y era digna de que otros profesores aprendieran de ella. Una críptica función se convertía en un pasatiempo, una derivada en un acertijo.

O aquel profesor de latín de pelo rizado que adoraba su materia pese a ser un novato que se tomaba demasiado en serio a sí mismo en un principio, pero con el que acabamos yendo a conciertos y exposiciones de modo voluntario y nos dejaba en casa a la vuelta.

O aquella profesora de inglés que amenizaba todas sus clases con “As time Goes Bye” y acabó sucumbiendo a la morriña o a las penas de amor y dejó el instituto a mitad de curso. O aquella otra de inglés también que te ponía “El Príncipe de las Mareas” en versión original subtitulada y te enseñó el camino para aprender algo más de forma autodidacta, además de amar con todas tus fuerzas y quedar enganchada para siempre a las Ceremonias de los Oscar de Hollywood, dándote así, sin querer, una utilidad a aquel idioma que creías que nunca iba a servirte.

O aquel profesor de música que pese a lo exiguo de sus clases llegaste a conectar con él y te enseñó que la música clásica no era sólo para relajarse, y que había piezas que tenían más ritmo que cualquier composición heavymetal, y gracias a eso descubriste Radio 2 y te la ponías muy bajito en el radiocasete de una sola pletina para estudiar por la noche. Aquél gracias al cual escuchaste Vivaldi en el Auditorio Nacional, donde descubriste que la gente tosía toda a la vez sin causa aparente y te explicaron porqué. Aquél con el que fuimos a un bar cerca del Palacio de Linares, y sin querer te enseñó que Madrid no sólo era la ciudad a la que ibas para ver museos con las excursiones del colegio. Aquél que de vuelta del trabajo te lo encontraste en el tren y no le importó sentarse contigo; y no se enfadó cuando se te cerraban los ojos de cansancio en clase y durante segundos te quedabas dormida y se preocupó porque sabía que trabajabas y te preguntó si podías seguir.

O aquella profesora que en la primera clase tras las navidades se le caían las lágrimas sobre los apuntes de las explicaciones y al no poder aguantar se salió del aula, y sus alumnos tras ella, y se dejó consolar porque su familiar había perecido el día de Año Nuevo de un modo particularmente trágico. Y a pesar de todo siguió al pie del cañón.

Aquélla que te demostró que para ser elegante bastaba muy poco, y que sólo con pretender algo ya abres una puerta aunque jamás lo consigas. Y que de verdad tocan coches gracias a las cervezas del Alcampo y no son tongos los sorteos, pero que si aceptas el coche casi que te ves obligado a venderlo para pagar a Hacienda.

O aquél que te hizo creer por un tiempo que eras especial y que echó a tus compañeras de su despacho cuando estabas hablando con él ordenándoles cerrar la puerta y siguió hablando contigo pese a que tú te habías levantado de la silla para irte. Todo para contestarte preguntas tipo “Si no quieres no me contestes, pero me pregunto como era tu padre para que tú hayas salido así”, y contestó sin tener porqué.

O aquél al que no se le cayeron los anillos al proponerte que compartieras fila de butaca en el teatro junto con su madre, su esposa y él.

O aquél que, corrigiéndote en su guardia de biblioteca el comentario de texto, te preguntó porqué no sacabas más nota, y pegó un golpe con la palma de la mano de rabia al escuchar la respuesta: “Si hago eso me cogerán manía y en ese ambiente a ver cómo sigues”. Y su réplica fue: “Así va este país”.

Igual que otro que me enseñó que pueden reconocer sus errores sobre la marcha y no quedar mutilados de por vida por ello. Puede ocurrir que a un alumno que repitió primero y segundo, al superar tercero a la primera le diga: “Felicidades, este no lo has repetido” con mucha sorna, y se le conteste con el tono más desagradable un “Gracias” con el “GRA” muy marcado, y una mirada no precisamente amable, y él desde las escaleras desde donde te habló baje un peldaño y te pida perdón por si te ha molestado.

Hay muchos ejemplos y seguro mejores, pero todos los profesores por malos o chungos que nos parezcan nos han enseñado algo, porque les pagan, pero muchos hacen cosas que van más allá de aquello a lo que les obliga la nómina, aunque las hagan sin querer y aprendes y te sirve o quizá no, pero es cojonudo para recordarlo por ejemplo en un post.

Y hay cosas que mejor en el recuerdo, porque tras los saludos y la consabida invocación de los maltrechos recuerdos hay un vacío incómodo de muchos años e incluso de varias décadas. Un profesor te enseña, pero no es tu amigo ni tu pariente, no te debe nada ni tú a él, pero puedes estropear un bonito recuerdo por revivirlo en una carne y un alma que no es aquélla que te encantó. En todo caso, si eres tan agradecido anónimo como el del anuncio haz como dijo aquel profesor al alumno que le llamaba de cuando en cuando, y éste le recordó que seguro que le estaba molestando: “Yo quiero que mis antiguos alumnos hagan como yo con mi profesor, que cuando sea viejo y me vean por la calle me saluden con afecto”. Lo idóneo sería que esto se hiciera con todos los profesores, cuando sean viejos y sus vidas queden reducidas a una miserable pensión no sólo con aquéllos que tienen la suerte de tener el carisma que les convierte en inolvidables para la gran mayoría sin más méritos o atenciones otorgadas que ese rasgo.

Desde aquí gracias al de la pipa que fue crítico conmigo y es el único culpable de que me atreva a escribir. El dominio del idioma se debe en exclusiva a una profesora sin vacante en la administración, pero que tiene un título de por vida: el de madre. La ortografía y la gramática es fruto de la labor de los muchos profesores/as de lengua que tuve. Los errores son sólo achacables a mí.

Amén